TEXTO
1
Unos
momentos después entraba en el despacho imperial el correo Miguel
Strogoff.
Miguel
Strogoff era un hombre alto, fuerte, de amplias espaldas y ancho
pecho. Su poderosa cabeza tenía los hermosos rasgos de la raza
caucásica. Sus brazos bien proporcionados, eran unas auténticas
palancas. Siempre preparadas para realizar cualquier trabajo de
fuerza. Joven, guapo, robusto, cuando estaba bien plantado y asentado
no parecía fácil poderlo mover de su sitio contra su voluntad: al
apoyar los pies en el suelo era como si echasen raíces. Alrededor de
su cabeza, cuadrada en la parte superior y de frente ancha, se
encrespaba una abundante cabellera cuyos bucles le salían por debajo
de la gorra moscovita cuando estaba cubierto. Su rostro, normalmente
pálido, únicamente cambiaba de color cuando se producía un ritmo
más rápido del corazón, provocando una circulación más acelerada
de la sangre arterial. Sus ojos eran azules oscuros, tenían una
mirada recta, franca e inalterable, y brillaban bajo el arco de las
cejas. Los músculos superciliares, ligeramente contraídos,
revelaban un gran valor, ese “valor sin cólera de los héroes”,
como lo llaman los fisonomistas. Su poderosa nariz, de anchas
ventanas, dominaba una boca simétrica cuyos labios, algo
prominentes, revelaban al hombre bueno y generoso.
Miguel
Strogoff tenía el temperamento del hombre decidido que toma
rápidamente partido, que no se para en indecisiones y en dudas.
Sobrio de gestos como de palabras, sabía estar inmóvil como un
soldado frente a su superior. Pero cuando se ponía en marcha, su
modo de andar denotaba gran seguridad y facilidad de movimientos, lo
que probaba, a la vez, una gran confianza en sí mismo y una
voluntad inquebrantable. Era uno de esos hombres que saben “agarrar
siempre la ocasión por los pelos”; expresión un poco trivial,
pero que los define de un solo rasgo.
Miguel
Strogoff vestía un elegante uniforme militar, algo parecido al
uniforme de campaña de los oficiales de los cazadores de caballería;
botas, espuelas, pantalón ajustado, cazadora ribeteada de pieles y
adornada con galones amarillos sobre fondo oscuro. En su pecho
brillaba una cruz y varias medallas.
Julio
Verne: Miguel
Strogoff
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2
Soy
feo, singularmente feo, feo elevado al cubo. Además, soy bajo: un
metro sesenta de altura, como advertí en el prólogo de otro libro.
Y con estas dos primeras declaraciones, me supongo ya fuera del
alcance de las lectoras apasionadas. Soy delgado, de pelo negro, ojos
oscuros, rostro afilado, orejas pequeñas, barba cerrada (afeitada
con GUILLETTE) y cuello planchado (con brillo). Mis facciones, que se
animan en la conversación, tienen, cuando no hablo, una expresión
dura, tirando al enfado.
Enrique
Jardiel Poncela: Amor
se escribe sin hache
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3
Es
verdad que la Guindilla mayor se tenía bien ganado el apodo por su
carita redonda y coloradita y su talante picante y agrio como el
aguardiente. Por añadidura es una cotilla. (…) La Guindilla mayor,
no obstante el tono rojizo de su piel, era alta y seca como una
cucaña, aunque ni siquiera tenía, como esta, un premio en la punta.
Total, que la Guindilla no tenía nada, aparte unas narices muy
desarrolladas de meterse en las vidas ajenas y un vario y siempre
renovado repertorio de escrúpulos de conciencia.
Miguel
Delibes: El
camino
TEXTO
4
Leocadio
Varela es un muchacho de Canillejas que acaba de llegar de Almería,
donde ha servido a la Patria dos años y ha adelgazado siete quilos.
Leocadio es hijo de tranviario, tiene el cuello de lápiz; los ojos
negros; los pies, planos; la facha, desgarbada; un bigote primerizo y
pardo, que parece –ustedes perdonarán la comparación- lo que
dejan de sí las moscas en las bombillas, y una novia muy bonita en
Barajas que se viste de colorado los domingos y sabe bellas
canciones, que canta mientras se dedica a sus labores. Leocadio
Varela, aprendiz de cobrador, está enamorado de ella hasta los
huesos.
Ignacio
Aldecoa: “El
aprendiz de cobrador”,
en Cuentos completos
TEXTO
5
Esta
isla (la isla de Sullivan) es una de las islas más singulares. Se
compone únicamente de arena de mar; y tiene, poco más o menos, tres
millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está
separada del continente por una ensenada apenas perceptible, que
fluye a través de un yermo de cáñamos y légamo, lugar frecuentado
por patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre,
o, por lo menos, enana. No se encuentran allí árboles de cierta
magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el fuerte
Moultrie y algunas miserables casuchas de madera habitadas durante el
verano por las gentes que huyen del polvo y las fiebres de Carleston,
puede encontrarse, es cierto, el palmito erizado; pero la isla
entera, a excepción de este punto occidental, y de un espacio árido
y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza de
mirto oloroso, tan apreciado por los horticultores ingleses. El
arbusto alcanza allí una altura de quince o veinte pies, y forma una
casi impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.
En
el lugar más recóndito de la maleza, no lejos del extremo oriental
de la isla, es decir, del más distante, Legrand se había construido
él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por primera vez,
y de un modo simplemente casual, hice su conocimiento.
Edgar
Allan Poe, “El escarabajo de oro”, en Cuentos
policíacos
TEXTO
6
Pero
el pintor llevaba ya cierto tiempo detenido ante un retrato cuyo
marco, grande y probablemente suntuoso en otra época, solo
conservaba vestigios opacos de lo que fue dorado.
Representaba
a un viejo de rostro enjuto y bronceado, con los pómulos salientes.
Las facciones parecían haber sido captadas en un momento de febril
contracción y respiraban una fuerza que no era la de un temperamento
nórdico. Vestía un holgado atuendo asiático. Aunque el retrato
estaba muy deteriorado y polvoriento, a Chartkov le bastó limpiar el
rostro para descubrir el trazo de un gran maestro. Aunque el retrato
parecía inconcluso, sorprendía el vigor de la pincelada. Lo más
extraordinario eran los ojos, donde el artista parecía haber
empleado toda la energía de su pincel y todo su afanoso bien hacer.
Los ojos miraban; sí, miraban sencillamente desde el retrato, cuya
armonía parecían destruir con su vitalidad; la fuerza de la mirada
se acentuó cuando llevó el retrato hacia la puerta y produjo la
misma impresión en la gente. Una mujer que se había detenido detrás
de Chartkov retrocedió gritando: “¡Me mira!, ¡está mirándome!”.
Niklaï
Gogol, El retrato
y otros cuentos
TEXTO
7
Poco
después, Tom se encontró con Huckleberry Finn, hijo del borracho
del pueblo. Huckleberry era objeto del odio y el temor cordiales de
todas las madres, porque era vago, desobediente, maleducado, malo…
y porque todos sus hijos lo admiraban, les encantaba ir con él a
escondidas y deseaban ser como él. Tom era igual que los demás
muchachos respetables en el sentido de que envidiaba a Huckleberry su
condición de proscrito, y tenía estrictamente prohibido jugar con
él. Por eso lo acompañaba en los juegos siempre que podía.
Huckleberry iba siempre vestido con ropa desechada por adultos, que
por lo general era de múltiples colores y estaba llena de sietes.
Llevaba un sombrero enorme y destrozado al que le faltaba la mitad de
un ala; la chaqueta, cuando se la ponía, le llegaba casi a los
pantalones, y los botones de atrás le caían muy bajos. Sostenía
los pantalones con un tirante y la parte de atrás, la de sentarse,
le hacía una gran bolsa; además, las perneras, todas desgarradas,
le arrastraban por el polvo cuando no se las subía.
Mark
Twain, Las
aventuras de Tom Sawyer
Texto
8
A
Matilda, como es natural, la asignaron a la clase inferior, donde
había otros dieciocho niños, aproximadamente de su misma edad. La
profesora era la señorita Honey, que no tendría más de veintitrés
o veinticuatro años. Tenía un bonito rostro ovalado de madonna, con
ojos azules y pelo castaño claro. Su cuerpo era tan delgado y frágil
que daba la impresión de que, si se caía, se rompería en mil
pedazos, como una figura de porcelana.
La
señorita Honey era una persona apacible y discreta, que nunca
levantaba la voz y a la que raramente se veía sonreír, pero que,
sin duda, tenía el don de que la adoraban todos los niños que
estaban a su cargo. Parecía comprender perfectamente el desconcierto
y el temor que tan a menudo sienten los niños cuando, por primera
vez en su vida, se les agrupa en una clase y se les dice que tienen
que obedecer todo lo que les manden. Cuando hablaba a un
desconcertado y melancólico recién llegado a la clase, el rostro de
la señorita Honey desprendía una casi tangible sensación de
cordialidad.
La
señorita Trunchbull, la directora, era totalmente diferente. Se
trataba de un gigantesco ser terrorífico, un feroz monstruo tiránico
que atemorizaba la vida de los alumnos y también de los profesores.
Despedía un aire amenazador, incluso a distancia, y cuando se
acercaba a uno, casi podía notarse el peligroso calor que irradiaba,
como si fuera una barra metálica al rojo vivo. Cuando marchaba por
el pasillo –la señorita Trunchbull nunca caminaba, siempre
marchaba como una tropa de asalto, con largas zancadas y exagerado
balanceo de brazos - , se oían sus resoplidos al acercarse y, si por
casualidad se encontraba con un grupo de niños en su camino, se
abría paso entre ellos como un tanque, y los niños tenían que
apartarse a derecha e izquierda.
Roald
Dahl, Matilda
TEXTO
9
“Cuando
oscurecía y empezaban a encenderse los letreros luminosos en lo alto
de los edificios, se veía pasar por las calles y plazas de Manhattan
a una mujer muy vieja, vestida de harapos y cubierta con un sombrero
de grandes alas que le tapaba casi enteramente el rostro. La
cabellera, muy abundante y blanca como la nieve, le colgaba por la
espalda, unas veces flotando al aire y otras recogidas en una gruesa
trenza que le llegaba a la cintura. Arrastraba un cochecito de niño
vacío. Era un modelo antiquísimo, de gran tamaño, ruedas muy altas
y la capota bastante deteriorada. En los anticuarios y almonedas de
la calle 90, que solía frecuentar, le habían ofrecido hasta
quinientos dólares por él, pero nunca quiso venderlo.
Sabía
leer el porvenir en la palma de la mano, siempre llevaba en la
faltriquera frasquitos con ungüentos que servían para aliviar
dolores diversos, y merodeaba indefectiblemente por los lugares donde
estaban a punto de producirse incendios, suicidios, derrumbamientos
de paredes, accidentes de coche o peleas. Lo cual quiere decir que se
recorría Manhattan a unas velocidades impropias de su edad. Incluso
había quienes aseguraban haberla visto la misma noche a la misma
hora circulando por barrios tan distantes como el Bronx o el Village,
y metida en el escenario de dos conflictos diferentes, como alguna
vez quedó acreditado en fotos de prensa. Y entonces no cabía duda.
Porque si salía retratada, aunque fuera en segundo término y con la
imagen desenfocada, su peculiar aspecto hacía imposible que nadie
pudiera confundirla con otra mendiga cualquiera. Era ella, seguro,
era la famosa miss Lunatic. Por ese apodo se la conocía desde hacía
mucho tiempo, y sus extravagancias le habían hecho alcanzar una
popularidad rayana en la leyenda.”
Carmen
Martín Gaite: Caperucita
en Manhattan
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