viernes, 15 de enero de 2016

La descripción. Textos descriptivos.



TEXTO 1
Unos momentos después entraba en el despacho imperial el correo Miguel Strogoff.
Miguel Strogoff era un hombre alto, fuerte, de amplias espaldas y ancho pecho. Su poderosa cabeza tenía los hermosos rasgos de la raza caucásica. Sus brazos bien proporcionados, eran unas auténticas palancas. Siempre preparadas para realizar cualquier trabajo de fuerza. Joven, guapo, robusto, cuando estaba bien plantado y asentado no parecía fácil poderlo mover de su sitio contra su voluntad: al apoyar los pies en el suelo era como si echasen raíces. Alrededor de su cabeza, cuadrada en la parte superior y de frente ancha, se encrespaba una abundante cabellera cuyos bucles le salían por debajo de la gorra moscovita cuando estaba cubierto. Su rostro, normalmente pálido, únicamente cambiaba de color cuando se producía un ritmo más rápido del corazón, provocando una circulación más acelerada de la sangre arterial. Sus ojos eran azules oscuros, tenían una mirada recta, franca e inalterable, y brillaban bajo el arco de las cejas. Los músculos superciliares, ligeramente contraídos, revelaban un gran valor, ese “valor sin cólera de los héroes”, como lo llaman los fisonomistas. Su poderosa nariz, de anchas ventanas, dominaba una boca simétrica cuyos labios, algo prominentes, revelaban al hombre bueno y generoso.
Miguel Strogoff tenía el temperamento del hombre decidido que toma rápidamente partido, que no se para en indecisiones y en dudas. Sobrio de gestos como de palabras, sabía estar inmóvil como un soldado frente a su superior. Pero cuando se ponía en marcha, su modo de andar denotaba gran seguridad y facilidad de movimientos, lo que probaba, a la vez, una gran confianza en sí mismo y una voluntad inquebrantable. Era uno de esos hombres que saben “agarrar siempre la ocasión por los pelos”; expresión un poco trivial, pero que los define de un solo rasgo.
Miguel Strogoff vestía un elegante uniforme militar, algo parecido al uniforme de campaña de los oficiales de los cazadores de caballería; botas, espuelas, pantalón ajustado, cazadora ribeteada de pieles y adornada con galones amarillos sobre fondo oscuro. En su pecho brillaba una cruz y varias medallas.
Julio Verne: Miguel Strogoff


TEXTO 2
Soy feo, singularmente feo, feo elevado al cubo. Además, soy bajo: un metro sesenta de altura, como advertí en el prólogo de otro libro. Y con estas dos primeras declaraciones, me supongo ya fuera del alcance de las lectoras apasionadas. Soy delgado, de pelo negro, ojos oscuros, rostro afilado, orejas pequeñas, barba cerrada (afeitada con GUILLETTE) y cuello planchado (con brillo). Mis facciones, que se animan en la conversación, tienen, cuando no hablo, una expresión dura, tirando al enfado.
Enrique Jardiel Poncela: Amor se escribe sin hache
TEXTO 3
Es verdad que la Guindilla mayor se tenía bien ganado el apodo por su carita redonda y coloradita y su talante picante y agrio como el aguardiente. Por añadidura es una cotilla. (…) La Guindilla mayor, no obstante el tono rojizo de su piel, era alta y seca como una cucaña, aunque ni siquiera tenía, como esta, un premio en la punta. Total, que la Guindilla no tenía nada, aparte unas narices muy desarrolladas de meterse en las vidas ajenas y un vario y siempre renovado repertorio de escrúpulos de conciencia.
Miguel Delibes: El camino
TEXTO 4
Leocadio Varela es un muchacho de Canillejas que acaba de llegar de Almería, donde ha servido a la Patria dos años y ha adelgazado siete quilos. Leocadio es hijo de tranviario, tiene el cuello de lápiz; los ojos negros; los pies, planos; la facha, desgarbada; un bigote primerizo y pardo, que parece –ustedes perdonarán la comparación- lo que dejan de sí las moscas en las bombillas, y una novia muy bonita en Barajas que se viste de colorado los domingos y sabe bellas canciones, que canta mientras se dedica a sus labores. Leocadio Varela, aprendiz de cobrador, está enamorado de ella hasta los huesos.
Ignacio Aldecoa: “El aprendiz de cobrador”, en Cuentos completos

TEXTO 5
Esta isla (la isla de Sullivan) es una de las islas más singulares. Se compone únicamente de arena de mar; y tiene, poco más o menos, tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuarto de milla. Está separada del continente por una ensenada apenas perceptible, que fluye a través de un yermo de cáñamos y légamo, lugar frecuentado por patos silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o, por lo menos, enana. No se encuentran allí árboles de cierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde se alza el fuerte Moultrie y algunas miserables casuchas de madera habitadas durante el verano por las gentes que huyen del polvo y las fiebres de Carleston, puede encontrarse, es cierto, el palmito erizado; pero la isla entera, a excepción de este punto occidental, y de un espacio árido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de una espesa maleza de mirto oloroso, tan apreciado por los horticultores ingleses. El arbusto alcanza allí una altura de quince o veinte pies, y forma una casi impenetrable espesura, cargando el aire con su fragancia.
En el lugar más recóndito de la maleza, no lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del más distante, Legrand se había construido él mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un modo simplemente casual, hice su conocimiento.
Edgar Allan Poe, “El escarabajo de oro”, en Cuentos policíacos
TEXTO 6
Pero el pintor llevaba ya cierto tiempo detenido ante un retrato cuyo marco, grande y probablemente suntuoso en otra época, solo conservaba vestigios opacos de lo que fue dorado.
Representaba a un viejo de rostro enjuto y bronceado, con los pómulos salientes. Las facciones parecían haber sido captadas en un momento de febril contracción y respiraban una fuerza que no era la de un temperamento nórdico. Vestía un holgado atuendo asiático. Aunque el retrato estaba muy deteriorado y polvoriento, a Chartkov le bastó limpiar el rostro para descubrir el trazo de un gran maestro. Aunque el retrato parecía inconcluso, sorprendía el vigor de la pincelada. Lo más extraordinario eran los ojos, donde el artista parecía haber empleado toda la energía de su pincel y todo su afanoso bien hacer. Los ojos miraban; sí, miraban sencillamente desde el retrato, cuya armonía parecían destruir con su vitalidad; la fuerza de la mirada se acentuó cuando llevó el retrato hacia la puerta y produjo la misma impresión en la gente. Una mujer que se había detenido detrás de Chartkov retrocedió gritando: “¡Me mira!, ¡está mirándome!”.
Niklaï Gogol, El retrato y otros cuentos

TEXTO 7
Poco después, Tom se encontró con Huckleberry Finn, hijo del borracho del pueblo. Huckleberry era objeto del odio y el temor cordiales de todas las madres, porque era vago, desobediente, maleducado, malo… y porque todos sus hijos lo admiraban, les encantaba ir con él a escondidas y deseaban ser como él. Tom era igual que los demás muchachos respetables en el sentido de que envidiaba a Huckleberry su condición de proscrito, y tenía estrictamente prohibido jugar con él. Por eso lo acompañaba en los juegos siempre que podía. Huckleberry iba siempre vestido con ropa desechada por adultos, que por lo general era de múltiples colores y estaba llena de sietes. Llevaba un sombrero enorme y destrozado al que le faltaba la mitad de un ala; la chaqueta, cuando se la ponía, le llegaba casi a los pantalones, y los botones de atrás le caían muy bajos. Sostenía los pantalones con un tirante y la parte de atrás, la de sentarse, le hacía una gran bolsa; además, las perneras, todas desgarradas, le arrastraban por el polvo cuando no se las subía.
Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer

Texto 8

A Matilda, como es natural, la asignaron a la clase inferior, donde había otros dieciocho niños, aproximadamente de su misma edad. La profesora era la señorita Honey, que no tendría más de veintitrés o veinticuatro años. Tenía un bonito rostro ovalado de madonna, con ojos azules y pelo castaño claro. Su cuerpo era tan delgado y frágil que daba la impresión de que, si se caía, se rompería en mil pedazos, como una figura de porcelana.
La señorita Honey era una persona apacible y discreta, que nunca levantaba la voz y a la que raramente se veía sonreír, pero que, sin duda, tenía el don de que la adoraban todos los niños que estaban a su cargo. Parecía comprender perfectamente el desconcierto y el temor que tan a menudo sienten los niños cuando, por primera vez en su vida, se les agrupa en una clase y se les dice que tienen que obedecer todo lo que les manden. Cuando hablaba a un desconcertado y melancólico recién llegado a la clase, el rostro de la señorita Honey desprendía una casi tangible sensación de cordialidad.
La señorita Trunchbull, la directora, era totalmente diferente. Se trataba de un gigantesco ser terrorífico, un feroz monstruo tiránico que atemorizaba la vida de los alumnos y también de los profesores. Despedía un aire amenazador, incluso a distancia, y cuando se acercaba a uno, casi podía notarse el peligroso calor que irradiaba, como si fuera una barra metálica al rojo vivo. Cuando marchaba por el pasillo –la señorita Trunchbull nunca caminaba, siempre marchaba como una tropa de asalto, con largas zancadas y exagerado balanceo de brazos - , se oían sus resoplidos al acercarse y, si por casualidad se encontraba con un grupo de niños en su camino, se abría paso entre ellos como un tanque, y los niños tenían que apartarse a derecha e izquierda.
Roald Dahl, Matilda
TEXTO 9
“Cuando oscurecía y empezaban a encenderse los letreros luminosos en lo alto de los edificios, se veía pasar por las calles y plazas de Manhattan a una mujer muy vieja, vestida de harapos y cubierta con un sombrero de grandes alas que le tapaba casi enteramente el rostro. La cabellera, muy abundante y blanca como la nieve, le colgaba por la espalda, unas veces flotando al aire y otras recogidas en una gruesa trenza que le llegaba a la cintura. Arrastraba un cochecito de niño vacío. Era un modelo antiquísimo, de gran tamaño, ruedas muy altas y la capota bastante deteriorada. En los anticuarios y almonedas de la calle 90, que solía frecuentar, le habían ofrecido hasta quinientos dólares por él, pero nunca quiso venderlo.
Sabía leer el porvenir en la palma de la mano, siempre llevaba en la faltriquera frasquitos con ungüentos que servían para aliviar dolores diversos, y merodeaba indefectiblemente por los lugares donde estaban a punto de producirse incendios, suicidios, derrumbamientos de paredes, accidentes de coche o peleas. Lo cual quiere decir que se recorría Manhattan a unas velocidades impropias de su edad. Incluso había quienes aseguraban haberla visto la misma noche a la misma hora circulando por barrios tan distantes como el Bronx o el Village, y metida en el escenario de dos conflictos diferentes, como alguna vez quedó acreditado en fotos de prensa. Y entonces no cabía duda. Porque si salía retratada, aunque fuera en segundo término y con la imagen desenfocada, su peculiar aspecto hacía imposible que nadie pudiera confundirla con otra mendiga cualquiera. Era ella, seguro, era la famosa miss Lunatic. Por ese apodo se la conocía desde hacía mucho tiempo, y sus extravagancias le habían hecho alcanzar una popularidad rayana en la leyenda.”
Carmen Martín Gaite: Caperucita en Manhattan


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